Por fin llega la primera entrega de TRIATLÓN DESDE DENTRO, con las crónicas de nuestros triatletas en sus pruebas. El Equipo Irontriath lo formáis todos. Tras disputar grandes y duros trazados como el triatlón cross de Xterra de Cieza, nuestro triatleta Manuel Castro tampoco iba a faltar a su cita con el triatlón en el Triatlón Corto de Sierra Nevada sobre distancia olímpica. Disfrutemos de su crónica y vivamos la carrera desde la vista de Manuel, que nos deja varias reflexiones muy interesantes.
"Un
Triatlón irrepetible."
Me
levanto a eso de las 6:30 de la mañana, con toda la familia dormida
en el estudio e intentando no hacer ruido en el desayuno improvisado
el día anterior por mi esposa, el cual me tomo a caballo entre la
minicocina y el cuarto de baño. El ritual de la ducha mañanera lo
obvio a tenor de la temperatura del agua, que no sube, a pesar de los
minutos que la he dejado correr. Mi conciencia ecologista me pide
detener el derroche acuático y me conformo con un lavado de cara
clarificador de ideas.
Vuelvo
a comprobar la presencia de todo el material, acordándome entonces
de lo jodido que es la preparación del triatlón para la clase de
los despistados, entre los que me encuentro. Ya el día anterior me
había dado cuenta de una ausencia, la del botellín de la bici y de
la correspondiente bebida isotónica. Ambas fueron subsanables,
gracias, en el primer caso, a Alfonso Garrido.
Encaro
la bajada hacia la T1 escasamente abrigado, lo cual me hace echar de
menos alguna chaquetilla, por lo que reduzco la velocidad, no sólo
por mi habitual prudencia sino también por el rigor mañanero de la
altitud. Llego a las 7:30 con tiempo suficiente para contemplar el
ritual propio y ajeno de la preparación del material en la zona de
boxes, así como para ser de los primeros en remojarse nadando y ….
en padecer el frío del cuerpo húmedo, ya previamente destemplado
con la bajada de 20 km en bici. Observo la belleza del embalse, que
según me cuenta un amigo que entiende, es de los de planta más alta
de Europa.
Encaro
la natación con mi escepticismo habitual, me sitúo en la
retaguardia, sabedor de que, de lo contrario, seré sobrepasado
constantemente por otros, la mayoría, más avezados en esto del
agua. Voy pensando que lo de nadar en agua dulce podrá tener el
inconveniente de la menor flotabilidad, pero que lo compensa
sobremanera el hecho de que no haya otras olas que las causadas por
los nadadores, y también lo hace la circunstancia de que el agua que
tragas (porque eso siempre ocurre), al menos no es salada.
No
se presentan mis habituales problemas de orientación en el mar,
ayudado de mis nuevas gafas de lente polarizada, y consigo
identificar bien las boyas en el horizonte. Alcanzo la llegada sin
problemas, salvo algún que otro achuchón o patada en la travesía y
poco más; 35 minutos en total, registro mediocre habitual, el
suficiente para no salir de los últimísimos.
El
kilómetro de transición hasta la T1 se me hace bastante duro,
obligándome a andar en varias ocasiones para subir las rampas del
10%. Saludo a un conocido. Pasamos por un túnel excavado en la roca
que nos conduce a la zona de boxes. Vamos los corredores entre
familiares y amigos, los cuales dan ánimo a los sufridos triatletas.
Y pienso mientras tanto, ¡qué bueno es que se genere cultura
deportiva entre los asistentes, sobre todo entre los más jóvenes!
No se puede dudar de la sinceridad de su grito de ánimo. Por cierto,
uno de natural tímido no sabe que responder. Opto por levantar el
dedo pulgar, lo que me recuerda a los gestos de una de mis hijas
cuando le preguntas si está todo bien.
La
zona de transición para coger la bici se encuentra enclavada en las
instalaciones de la Confederación Hidrográfica, precioso lugar.
Según leo, el embalse data de 1988, el año que llegué a estudiar a
Granada, hace tres días según se mire. Encaramos un repecho para
acceder a la carretera de la Sierra, por la cual descenderemos hasta
Cenes de la Vega. “¿No era yo más fuerte en la bici?”, me
pregunto, mientras soy adelantado tanto en el descenso (lógico, por
otros más lanzados, en el doble sentido de la palabra) pero también
en el ascenso previo a la carretera (lo que hace que me preocupe
acerca de mi estado de forma). Ello confirma mis temores de que venía
muy cansado a la prueba.
Empiezo
a hidratarme y alimentarme, teniendo cuidado de dejar los envases
vacíos en el bolsillo correspondiente del mono, pues odio la estampa
de los envases tirados en el arcén. Llegamos a Cenes de la Vega, y
enfilamos una zona de falso llano y luego subida a Güéjar-Sierra,
durante la cual me da tiempo a intercambiar impresiones con un par de
corredores de mi quinta acerca de las rampas que nos esperan una vez
pasados los túneles. Estamos en territorio del enemigo, es decir,
del automovilista incívico e impaciente, al que no detiene ni
siquiera la obvia presencia de una prueba deportiva. Pero bueno, eso
es harina de otro costal; sigamos con la prueba (ayer) y con el
relato (hoy). Bajamos la zona de Maitena con la seguridad (más bien
certeza) de lo que nos espera tras los túneles, debido a mi previa
experiencia en la Sierra Nevada Límite dos semanas antes.
Se
presenta la hora de la verdad: dice www.altimetrias.net que “solo
son repechos del 14”; mi GPS y mis sensaciones de sufrimiento lo
desmienten. Son tres kilómetros con apenas algún descanso. Menos
mal que, aunque tarde, le hice caso a un amigo y finalmente cambié
el desarrollo y puse un 31 atrás. Voy desahogado en comparación con
la Sierra Nevada Límite, con cadencia elevada como a mí me gusta,
aunque siendo adelantado por algunos corredores (¿no habíamos
quedado que la bici era mi fuerte o, más bien, punto menos débil?).
Da igual, pienso, “paciencia y a reservar energías”. Me
encuentro con alguna que otra ciclista y pienso, “lo que me gusta
el deporte femenino”, por deporte y por femenino. Y es que en esos
momentos de sufrimiento, hay que encontrar la motivación de
cualquier modo.
Llegados
al Dornajo, en teoría la cosa se relaja; error: la subida, más
suave, se hace interminable. Es el componente psicológico de toda
prueba. Las rampas se han suavizado, pero el paisaje ha cambiado. La
percepción subjetiva de dureza no va en consonancia con los datos
objetivos de porcentajes y kilometraje. Son 6 km sin ver el final: se
hace tediosa entre gritos de ánimo del personal voluntario, de
familiares apostados en las cunetas, de pasajeros de coches
sorprendidos, quizás, por la estampa.
Avizoro
Pradollano en el horizonte; por fin llegados a la última curva, un
militar del Ejército del Aire se dirige a nosotros diciendo que “los
últimos serán los primeros en el reino de los cielos”, lo cual
nos orienta sobre nuestra posición en la carrera, que yo no creí
tan rezagada en el momento. Llego a la T2 y una persona de la
organización me ayuda gentilmente a colocar mi bici, pues han
llegado tantos ya, que apenas hay espacio para las que quedan. De
todos modos, a estas alturas no me importa “perder” tiempo en
atarme bien los cordones (los elásticos de triatleta los reservé
para las zapas de la primera transición) y en asegurarme que dejo
todo el material, aunque por poco empiezo a correr con el casco
puesto, lo cual no se si irá contra el reglamento. A otro
participante que pulula por ahí, que parece querer ganar la carrera,
parece que sí le importa mucho el tiempo invertido, pues reprende a
la persona que me ayudó que no lo haga con mayor rapidez, pues ante
la respuesta de “enseguida voy” le replica que “sí, pero el
cronómetro no se detiene”. En fin, hay gente “pa tó”. Me
equivoco en la salida, lo cual me haría, a juzgar por el triatleta
que he mencionado, perder unos segundos preciosos. Empiezo a subir
una escalera y me paro en el avituallamiento para digerir un gel
pastoso a más no poder. Lo acompaño de un trago de agua Lanjarón,
desaprovechando el resto (alguna forma ha de inventarse para evitar
semejante despilfarro, siempre que voy a una carrera lo pienso).
Empiezo a correr; me siento bien. La verdad es que estaba deseando
dejar la bici. Y eso que no entreno la carrera hace dos semanas. Al
final, la bici no va a ser mi punto menos débil.
Me
adelanta entonces María, a la que rebaso a continuación. Intuyendo
nuestra similitud de ritmo de carrera y edad quizás, le pregunto por
“¿cómo vas?” para intentar “hacer amistades”. Me contesta
con un escueto y elocuente “voy” entre jadeos, que yo interpreté
como signos de agotamiento, pero que, como luego comprobé, era parte
de su estilo personal. En ese momento, me pongo a su altura,
creyendo que le hacía un favor, cuando en realidad es ella la que me
lo hace a mí, pues me impide en ese momento cebarme en la subida,
que es lo que me suele pasar cuando voy solo. Además, su
conocimiento del recorrido me guió durante los 10 km. Somos
sobrepasados por algunos corredores, pero merced a nuestra
regularidad, son los mismos a los que posteriormente adelantamos
nosotros. De camino, a la salida de la urbanización, no arengan a lo
lejos “¡arriba la juventud!”. Le comento a mi compañera
ocasional que creo que vale la pena cometer la locura de correr una
prueba tan dura, aunque sólo sea para que te alguien te diga joven,
a tus 43 años. Me indica María el punto final de la ascensión, que
se divisa en el horizonte, indicándome que es una de esas “casas”,
quizás ignorando ella que estoy familiarizado con la estación de
esquí y que soy conocedor de que es la instalación de un remonte.
En ese momento, intento mostrarme experto, contestando, “sí, justo
antes de la Guardia Civil”. Como me puede la curiosidad y, por qué
no decirlo, mi orgullo masculino, no me resisto a conocer la edad de
mi compañera de fatigas, y le pregunto sutilmente “a qué grupo de
edad pertenece”, intentando así no herir susceptibilidades. Me
contesta por la directa: que ya tiene 40, a lo que respondo que “yo
estoy peor, 43”. Esos tres años de diferencia a su favor no
impiden que me pregunte como una persona del otro sexo, con figura
mucho menos estilizada que un engreído deportista de 1.80 y 80 kilos
como yo, consiga situarse a mi mismo nivel, aunque sea con
respiración jadeante.
Llegados
a la zona de descenso, me doy cuenta del error de haber reservado las
zapatillas de trail para la primera transición, pues el mismo se
hace peligroso, aunque me sigo sintiendo cómodo, quizás por haber
reservado en la primera parte. No paro de cantar los puntos
kilométricos a la compa de fatigas y de advertirle de los obstáculos
más evidentes presentes a lo largo del trayecto, detalles que no se
si son apreciados por ella.
Estamos
llegando, por lo que mi GPS me hace dudar sobre si en realidad el
recorrido lo componen 10 km o no. Finalmente fueron 9. Pasamos por
debajo del telecabina. Según mis cálculos, mi familia debe estar a
punto de llegar, si se cumple la habitual diligencia de mi esposa,
Loles Salmerón. Ya les dije que llegaría entre la 1 y las 2.
Clavado en ambos aspectos, pues llego, llegamos, a las 13:30, cuando
apenas llevan 5 minutos de espera en la meta. Item más, en su vuelo
por las alturas del telecabina, han pasado justo cuando yo corría y
les ha dado tiempo a captar una foto de mi carrera.
Antes
he tenido que acelerar para coger a María, que se me había
escapado. Entramos a lo Hinault y Lemon en la meta. Mi familia me ha
hecho fotos entrando en meta, que más tarde me servirán como
prueba, cuando aparezco por la noche como “retirado” en la
clasificación. Llego contento a la meta, tanto por la presencia de
mis familiares, como por saber que se lo han pasado tan bien en su
excursión a la Laguna de las Yeguas, como yo en la carrera. Nos
hacemos otras fotos de rigor.
Pienso
entonces que una de las cosas que más me gusta de este deporte es la
reverencia por el “finisher”, con medalla incluida; también la
mentalidad de que lo importante es llegar, si me apuras participar, y
que la competitividad, por lo general, es de las bien entendidas, y
que muchas veces se circunscribe a la lucha contra el relog
biológico, como en mi caso. Llegados a casa, consulto mis tiempos,
cuando finalmente se subsana con diligencia la incidencia por la cual
no aparecía en la clasificación. He hecho mejor carrera que bici y,
como siempre peor natación que ambas.
Estar
ahí ya es un éxito. Si hace tres años, cuando no tenía tiempo ni
fuerzas para irme a correr media hora semanal y tan sólo practicaba
el “levantamiento de niños”, el “biberoning” y el
“pañaling”, me cuentan que ahora estoy haciendo triatlones, y de
los duros, y pensando en distancias que suenan a hierro en inglés,
no me lo hubiera creído. Es lo que tienen la disciplina, la
dedicación y el amor al deporte. Suplen la falta de unas buenas
cualidades innatas.